La piedra de la locura

La piedra de la locura

lunes, 28 de junio de 2010

Visión de los vencidos

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En los escudos estuvo nuestro resguardo,
pero los escudos no detienen la desolación.
Poema de la conquista
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Enigmático fue José Alfredo Jiménez al decir en una de sus canciones que los mariachis habían callado. En estas palabras -cerradas a la luz de una interpretación unidimensional- vio el homérida Carlos Monsiváis el epitafio apropiado para la nación mexicana que al cabo ya de tantas luchas no quiere continuar. Y en cierta forma hoy es día de enterrar a nuestros muertos: el futbol, fenómeno en el que el pueblo cifra casi todas sus esperanzas, de nuevo ha sido un principio de adversidad para el acontecer patrio. Es día de labrar en sus tumbas el verso de nuestra perdición.
Ignoramos pues el secreto motor que nos depara un hado de tempestades. Lo cierto es que nuestra mirada, forjada al temple de la recurrencia trágica del fracaso, no pierde aún ese fulgor sensible, melancólico, con el que el Conejo Pérez admira la maquinal audacia de Tévez cual tenochca arruinado. En el caer cotidiano se revuelve la historia, y la herida se petrifica en el instante. Ahora no cesa el rechinar de dientes, las lágrimas corren, y la gente, dolida, eleva sus invectivas hacia los poderosos -tan metafísicos, tan lejanos como el propio telar del destino- por haberles dado a beber un cáliz que sin más veneno que en otras tragedias, mayor amargura procura a nuestras existencias por esa maldita cotidianidad del fracaso.
¿Pero no acaso las tinieblas se han cernido hoy más profundas que antes? Olvidemos la necesidad de la esperanza en un país acosado por peores avatares; la derrota ante Argentina ha terminado con una fe depositada antaño en unos jóvenes triunfadores. Ellos, como las ideologías, los políticos mesiánicos y sus promesas de campaña, no han iluminado el mundo de la mexicanidad. Sentirnos defraudados "porque ahora sí se podía" es el pecado con el que el Tri nos injuria, mismo que deviene pues en un apagarse de voces y cuerdas tañidas por los legendarios mariachis de las tribulaciones.
Otras veces resurgía la fe luego de cósmicos ciclos de cuatro años. La oscuridad ahora impide un juicio certero, mas si es verdad que las sombras no nos engañan, tal parece que los mariachis no volverán a cantar. Una conciencia (irritantemente partícipe de la historia) no soporta más decepciones, pues si bien México jugaba su destino en duelo con otra nación jodida, pobre y violenta, casi bestial, una de ambas sí sabía meter un pedacito de caucho en el arco, y la otra no.

miércoles, 23 de junio de 2010

De la falsedad de las personalidades

Y resulta que estamos todos condenados a representar un papel, una personalidad. Al histrionismo recurrimos porque quizá no somos tan distintos, porque el absurdo nos aborda.
Entonces el bachiller Nietzsche cruza la plaza de su pueblo lenta y solemnemente, sin agitarse siquiera por el diluvio que lo baña entero. Él sabe que el aire de hombre profundo y meditabundo, sólo se adquiere así, actuando en el gran teatro del mundo. Oscar Wilde lo acompaña, mide escrupulosamente sus atuendos, su cabello, utiliza un bastón que le confiere un grado de seriedad no enemistado con la vivacidad juvenil. Pero, claro, los hay también abiertamente enemistados con el mundo: Poe posa para los tiempos como un alfil dispuesto por el hado para expresar la conditio de miseria humana; Baudelaire, sin embargo, nos recrimina con la mirada, a sabiendas de que enfrente está un burgués, culpable -por herencia- de su desgracia; Rimbaud, por su parte, no nos evade, nos confronta.
Y no vale, pues, la pena enumerar más casos, éstos son suficientes para que, consciente de la lección de sus maestros, un anónimo escritor -¡y nadie piense que soy yo!- camine a veces entre los suyos como atormentado, revuelva su cabellera, rompa las normativas de etiqueta, mire al piso sin atender a nadie, y se enoje, o bien socarronamente se burle de la gente en sus narices con esa elegante daga del sarcasmo. Y ahora que la vida ya no le da para saberse rico en verdad, se afirma como tal. Viste ante la tribu con elegancia, cuida su apariencia, se preocupa. Compra artilugios snob y toma clases de esgrima. Tristemente, termina el día con su bitácora, concluyendo que el hombre carece de identidad y que lo único que hermana a las personas es el sinsentido y, por supuesto, un complejo sistema de símbolos que vuelve célebres a los intelectuales. Si algo le da el buen Dios a la gente por igual, o sea, sin reparar apenas en su dignidad, es el absurdo.